Lecciones de la paz

No es muy habitual que la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) sea noticia en la prensa española. Ni siquiera con ocasión del cuarto centenario del inicio de la contienda, que se ha cumplido este año, hemos tenido en España el aluvión de artículos, documentales o reportajes propios de otras efemérides. Por eso cabe congratularse de que El País, hace un par de días, publicara un artículo titulado «La peor guerra, la mejor paz«, dedicado a comentar los acuerdos de Westfalia, que, en octubre de 1648, pusieron fin a aquella contienda. Entre otras cosas, porque trae a colación la importancia que la conmemoración está teniendo en Europa, que contrasta con la poca atención recibida en España, pese a la tan profunda implicación de la Monarquía Hispánica en la guerra. Por eso se echa de menos en el artículo la mención del trabajo de los historiadores españoles. Es comprensible, pues, hasta no hace mucho, el tema no había merecido demasiada atención por parte de la historiografía patria.

Pero la situación está cambiando. Hace un par de años Fernando Negredo del Cerro publicó La guerra de los Treinta Años, libro en el que ofrece una perspectiva nueva del conflicto, especialmente al subrayar el protagonismo español en el mismo, incluso en las negociaciones de paz: su magnífico conocimiento de las fuentes le permite esta innovadora mirada, sin que la narración pierda agilidad. Asimismo, el libro de Cristina Borreguero, La Guerra de los Treinta Años, 1618-1648. Europa ante el abismo, presenta una completa exposición de la guerra, desde sus complejos antecedentes, con un extenso capítulo dedicado a «La maquinaria bélica» (materia en la que la autora es especialista), y un amplio balance historiográfico.

Naturalmente, es difícil que los trabajos especializados interesen a la prensa; lo mismo pasa con los juicios matizados. No puede, por tanto, reprocharse que el artículo cite como los dos grandes logros de Westfalia la libertad de religión y la igualdad de los Estados soberanos, subrayando la relevancia de ambos en «la construcción europea», ya que así se ha valorado a menudo la paz de 1648. Pero, como hace ver el libro de Negredo (pp. 331-342), aquellas paces no inauguraron un mundo nuevo de igualdad política entre los Estados y libertad confesional sin límites, sino que impusieron un orden claramente favorable a los vencedores, sobre todo a Francia. Y que el discurso de esos vencedores no es ajeno a que se haya hecho de aquella paz un  hito modernizador y europeizador: nada tiene de extraño, que, como se dice en el artículo de El País, Emmanuel Macron haga suyo ese supuesto espíritu y reivindique el «orden multilateral westfaliano», en realidad, base de la grandeza de la Francia de Luis XIV.

No estará de más, que al evocar la Guerra de los Treinta Años, y la paz que le puso fin, tengamos presente, además del trabajo de nuestra historiografía, el papel que tuvieron en la guerra y las negociaciones de paz la Monarquía Hispánica y los españoles: por ejemplo, personalidades tan relevantes como Diego de Saavedra Fajardo, negociador en Westfalia y uno de los pensadores políticos más originales del siglo XVII. Y, sobre todo, que consideremos la paz con arreglo a los criterios de aquella época, según los cuales la de Westfalia se consideró una «paz cristiana», construida sobre el principio de perpetua oblivio et amnestia, olvido y amnistía (o perdón) perpetuos (Joachim Whaley, Germany and the Holy Roman Empire, Oxford University Press, 2012, vol. I, p. 623), sin excluir, claro, las reparaciones de guerra. Ni el olvido ni el perdón fueron perpetuos, pero la idea (sea cristiana, sea laica) de separar las reparaciones de las revanchas, la justicia de la venganza, debería actuar de guía en toda reconciliación. Ésa es la lección que puede extraerse de aquella paz, de cualquier paz, que tan a menudo resultan fallidas por no asumir sus compromisos quienes las firman.

Diego de Saavedra Fajardo (https://es.wikipedia.org/wiki/Diego_de_Saavedra_Fajardo)

 

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