Símbolos

Ada-Colau-ha-decidido-retirar-el-busto-del-Rey-Juan-Carlos-I-que-hay-en-el-Salón-de-la-Reina-Regente-donde-se-celebran-los-plenos-municipales-del-Ayuntamiento-de-BarcelonaRetirar efigies del jefe del estado o cambiar nombres de calles relacionados con la Monarquía es un acto vistoso cuyos significados, por desgracia, se nos escamotean. Entiendo la sensibilidad de quienes no aceptan una institución cuya renovación no pasa por las urnas (argumento que podría hacerse extensivo, entre otros, al poder judicial). También entiendo a quienes quieran corregir entusiasmos de gobiernos pasados que llenaron la geografía de monumentos, museos y pabellones con regios nombres (reina tal o príncipe cual). Más difícil me resulta entender que para satisfacer estas aspiraciones legítimas se desoiga la ley y se actúe sin consenso, provocando, en el otro lado, réplicas facilonas. Y lo que ya no entiendo de ninguna manera es que se quite un retrato para poner otro: reemplazar un cuadro del rey, que, por paradójico que suene, debe personificar la impersonalidad del Estado, por un personaje de marcada personalidad no es más que tributar homenajes públicos a ídolos particulares.

Es inútil insistir en la relevancia y utilidad de los símbolos para la comunicación. Por eso es imprescindible explicar claramente qué se persigue con su retirada o renovación. Si no, nos quedamos en una mera transmisión de consignas que no todos entienden igual y que traduce actos simbólicos por mensajes tan planos como “no ha sido elegido por nadie” o “a mí no me representa”. La cultura política debe permitir la reflexión, por muy fuerte que sea la tentación (y así suele ocurrir) de ahogarla con eslóganes pegadizos. Si no, al suscitar sentimientos en vez de pensamientos se nos hurtará un debate tan urgente como el de los nacionalismos o el de la memoria de la república y la guerra. Cambiar la forma de Estado es lo suficientemente serio como para plantear un debate igualmente serio, en el que las ideas den sentido a los actos y no al revés. No entiendo que se fomente el republicanismo mediante gestos ambiguos; menos aún el republicanismo más auténtico, de raigambre clásica y renacentista, hecho de un profundo respeto por el valor de las ideas, de los símbolos que las representan y del significado constitucional que se atribuye a unas y a otros. Y también, cómo no, de sentido del humor.

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