El triunfo del Estado

Durante este año, el Estado Moderno, y más aún la idea de Estado Moderno, ha sido, una vez más, uno de los grandes protagonistas. No somos capaces de sacudirnos la sentencia de Hegel, para quien todo lo que el hombre es lo debe al Estado. Hasta hoy mismo hemos celebrado a Maquiavelo (500 años de El Príncipe) como uno de los fundadores del Estado Moderno. Los nacionalismos siguen persiguiendo su Estado como la panacea. Incluso la Iglesia, aunque el Reino de Cristo no sea de este mundo, tiene su punto de mira puesto en el Estado. Por más que hace años viéramos decaer el Estado, y la idea de Estado, como forma política y como instrumento intelectual para entender su pasado más remoto (el de la Edad Moderna, que, paradójicamente, le había dado nombre), el Estado sigue vivo.

Si Maquiavelo le dio nombre, el Estado, así llamado, tendría ahora mismo medio milenio. Pero resulta que el concepto de “estado” (con minúscula) que nos presenta Maquiavelo no es el ente abstracto e impersonal que conocemos, sino una institución tradicional, patrimonial y personal. ¿Por qué si no distingue sólo dos grandes tipos de estado, “principado” y “república”? Porque se trata, respectivamente, del dominio (=señorío=estado) de uno, el príncipe, o de muchos, los ciudadanos. Pero seguimos celebrando el Estado, y su legendario nacimiento al alba de los Tiempos Modernos. Lo vimos en la tele, en no sé qué episodio de Isabel (serie que sigo, y, aunque unas veces más que otras, me gusta), en el que los ínclitos reyes manifestaban su proyecto de crear un Estado (les faltó decir “Moderno”).

La serie nos deja bien claras las relaciones entre la Monarquía de los Reyes Católicos y la Iglesia. No sería muy acertado hablar de “relaciones Iglesia-Estado”, pues una de las limitaciones del poder político hasta el siglo XIX, para constituirse en genuino “Estado” es su dependencia (o simbiosis) con respecto al poder religioso. Por eso, desde el verdadero nacimiento de nuestro Estado, cuando se libera de la Iglesia, ésta no ha dejado de tratar de imponerle su credo religioso y moral, y de influir en las leyes y en la política. En principio, nada que objetar: cualquier entidad legal tiene perfecto derecho a aspirar a que el Estado asuma su modo de ver la vida. Es más, en ningún caso el Estado debe dar la espalda a la sociedad. Pero la Iglesia, lejos de constituirse como sociedad o en la sociedad, lo hace contra la sociedad. Monseñor Rouco Valera, al quejarse de la “agobiante atmósfera intelectual y mediática” que nos envuelve, no entiende que la Iglesia forma parte del medio intelectual y mediático, que ella misma contribuye a crearlo. Pese al enorme esfuerzo de adaptación al mundo que supuso el Concilio Vaticano II, cada vez se asume menos dentro de la Iglesia la necesidad de integrarse en el mundo y dialogar con todos. Por eso prefiere acudir directamente al Estado para que, a su dictado, imponga su visión de las cosas.

El triunfo del Estado llega hasta la famosa pregunta del referéndum catalán. Los catalanes deben responder primero si quieren constituirse en Estado, y sólo en caso afirmativo, decir si éste ha de ser independiente. En lugar de un sencillo ¿quiere Vd. que Cataluña sea independiente?, se hace pasar al votante por el filtro del Estado. Dejando al margen lo que significaría un “Estado” no independiente (¿federado? ¿confederado? ¿asociado?), resulta que los catalanes han de ser, necesariamente, Estado, para ser independientes. No pueden optar por otra fórmula. Si de su derecho a decidir se trata, tal vez habría que dejarles escoger otras posibilidades: ¿por qué no ser un Imperio universal, una monarquía feudal, una república aristocrática o una horda? Se trata de formas no necesariamente estatales, pero perfectamente independientes. Pero la herencia de Hegel pesa demasiado, y asumimos que los hombres y mujeres, o los pueblos y naciones, sólo alcanzarán plenitud con un Estado.

No obstante, existimos desde antes del Estado. Hemos pensado otras formas políticas a lo largo de la historia, y podemos volver a hacerlo. Quizás hoy algunas nos resulten extravagantes. Pero sólo pensando en ellas, en las sociedades de otro tiempo y lugar, en el verdadero origen de la nuestra, y en lo que de ella queremos preservar a toda costa (nuestros derechos, nuestras libertades y los servicios que consideramos esenciales o sea, lo público, la esfera de lo público, del bien común y de las instituciones que deben garantizarlo), podremos percibir qué es y para qué sirve el Estado. Y sólo entonces nos servirá eficazmente.

Pensar en extravagancias es pensar diferente sobre nosotros mismos. Tal vez así se nos ocurran nuevas y buenas soluciones para los males de nuestro mundo. Es lo que sugiere António Manuel Hespanha, uno de los historiadores más influyentes de los últimos veinticinco años, en este vídeo en el que se presenta a sus alumnos. Sirva para expresar, a través de sus palabras, mis buenos deseos para todos en el año que está a punto de arrancar.

 

 

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