Detrás del final de las licenciaturas y de su reemplazo por los grados ha estado el afán por la excelencia y por la convergencia europea, metas que se veían complementarias; persiguiendo indicadores de calidad, las carreras se han planeado para satisfacer a esos dos ídolos. Inevitablemente, los criterios para acreditar y evaluar se vuelven homogéneos, y competencias y resultados, en la carrera del estudiante, y en la del profesor y el investigador, también. El cumplimiento de guías preestablecidas llena la vida de alumnos y profesores, con poco margen para improvisar, para (paradójicamente) innovar, para mantener una postura propia, y hasta para pensar. ¿Se trataba de esto? Y, sobre todo, ¿vale la pena? Como no lo sé, me limito a recordar que es posible vivir al margen de la fiscalización académica. Al menos esa imagen se nos ofrece de la socióloga neerlandesa Saskia Sassen. Claro, esto no está al alcance de todos, pero da que pensar.
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