Tronos y novelas

En el último mes me han acompañado de día los libros de Michael Roberts sobre Suecia (The Early Vasas, Gustavus Adolphus, Essays in Swedish History…), y de noche los volúmenes II, III y IV de Canción de hielo y fuego. No es fácil decir quién me ha hecho disfrutar más, si Roberts, con sus reyes destronados, sabios consejos y asambleas vociferantes, o Martin, con sus caballeros, dragones, juramentos rotos  y consejeros intrigantes; y eso que uno me ha dado mucho trabajo y el otro ha llenado mi ocio. Esa dificultad para decidirme por uno u otro tiene que ver  con mi manía de comparar historias contadas por historiadores con novelas (de cualquier género) escritas por novelistas (por el momento, mantengamos los gremios separados). La ficción y la historia comparten el carácter de narración; sea cual sea el género, todos los trabajos de historia tienen un argumento que se desarrolla desde el planteamiento hasta el desenlace. Negarlo es tan peligroso como confundir historia y novela. A la inversa, nos complace pensar que las buenas novelas históricas y fantásticas tienen una sólida documentación; sabemos que G.R.R. Martin ha estudiado a fondo la Guerra de las Dos Rosas, y que Tolkien era un experto en sagas y leyendas antiguas y medievales; por no hablar de Robert Graves, Amin Maalouf, o, incluso, Pérez Reverte, que se refiere a menudo al trabajo de investigación que precede a la redacción de sus novelas. Pero insistimos en que para saber historia hay que leer los libros de historia escritos por historiadores. ¿Tiene entonces algo que aprender el historiador del novelista? Desde luego, a escribir y a contar: las técnicas de redacción, las formas narrativas y la creación de relatos han de ser familiares a quien se enfrenta a la investigación histórica, porque parte de las fuentes que maneja son, en sí, relatos, y porque el resultado de su trabajo también adoptará una u otra forma de narración. Hay más: la novela, no sólo la histórica o la fantástica, crea mundos imaginarios, y el historiador recrea mundos que ya no existen. La consistencia y verosimilitud que acompañan a las mejores novelas, del género que sean, no deberían faltar en ningún libro de historia.

Literatura e historia nos hablan de nosotros mismos. En mis momentos de mayor escepticismo, tiendo a pensar que la historia no es mucho más que una narración plausible, sustentada en fuentes, de hechos pasados que, contados hoy, ayuden a entender un problema pertinente; intentamos convencernos de que el historiador no inventa, pero entre la lectura de la fuente y la redacción de un texto, el trabajo de elaboración debe ser creativo, debe suplir (en parte con técnicas que queremos «científicas», pero también con otras que lo son menos) aquello que falta a los datos para convertirse en historia: enumerar, sumar, ponderar, clasificar, calcular etc., pero también narrar, describir, evocar… Todo ello, respondiendo a un problema sobre el que, hoy día, nos importe pensar. Hay mucho de rutina y oficio, pero la imaginación y la audacia desempeñan su papel. Hemos hablado muchas veces, en clase y fuera de ella, de que el historiador no puede saberlo todo, no puede tener en su cabeza toda la información; la vieja función del historiador como el gran recopilador de datos quedó superada en el siglo XX por la misión de aplicar las técnicas y objetivos de las ciencias sociales al pasado. No sé si el historiador ha de ser el «científico social», el economista, sociólogo, politólogo… del pasado; prefiero pensar que lo que define su oficio es la capacidad de trabajar a partir de los enfoques de esas disciplinas, y de darles una forma narrativa; de proponer historias reales que satisfagan nuestras inquietudes intelectuales y (¿por qué no?) literarias.

 

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