El Príncipe y El Principito. Saint-Exupéry contra Maquiavelo

No hace mucho un conocido humorista desaconsejaba fervientemente la lectura de la obra más conocida de Antoine de Saint-Exupéry, El Principito. Ante el asombro entre indignado y divertido de sus contertulios, el humorista insistía en lo que muchas veces hemos oído los defensores del librito sobre el pequeño príncipe: la ñoñería cursi que, para sus críticos, rezuma la obra. Es cierto que, escrito para los niños, con mirada desdeñosa hacia las «personas mayores», el libro puede resultar algo cansino con su insistencia en la candidez, la bondad y el desinterés. Y, sin embargo, su lección va más allá, hasta el punto de que puede leerse como un genuino antimaquiavelo, como la obra definitiva contra el mensaje del libro casi homónimo escrito por Nicolás Maquiavelo cuatro siglos antes.

Muchos habrán reparado en la coincidencia entre el nombre de la obrita del aviador francés y la del diplomático y secretario florentino. No solo El Príncipe y El Principito comparten título (aunque al parecer Saint-Exupéry se inspiró para el suyo en una vivencia que reflejó en una de sus crónicas periodísticas), sino también extensión: 26 capítulos la primera frente a 27 la segunda; en ambos casos un puñado de páginas que se leen en un rato. También tienen en común el que ambos libros interpelan al lector, no como una narración o un ensayo corrientes, sino porque pueden entenderse como consejos o guías de vida. Y, en efecto, los dos libros destacan por su contenido moral, pudiendo leerse como respuestas a la gran pregunta que se plantea la ética: qué debo hacer. Pero ahí acaban las semejanzas. El Príncipe se escribe para orientar al gobernante ante la incertidumbre de los tiempos, preparándolo para los cambios de la Fortuna y ofreciéndole ejemplos en los que inspirarse para revertir a su favor tales cambios. El Principito se dirige al individuo corriente, recordándole que puede volver a ver el mundo como un niño, sin prejuicios. Si Maquiavelo retuerce el tradicional género de los espejos de príncipes para desechar el modelo convencional de príncipe virtuoso (magnánimo, caritativo, devoto), a cambio de uno cuya virtud se deriva de su audacia y, en los casos precisos, falta de escrúpulos, Saint-Exupéry propone la amistad y la capacidad de forjar vínculos con los demás como claves de la existencia humana.

Más allá de la caricatura en que una posteridad hostil convirtió al florentino, de sus escritos se deducía que el gobernante que quisiese triunfar no podía seguir permanentemente el código moral cristiano, que ponía su objeto último fuera de este mundo (la salvación del alma) sino que, cuando se viese forzado por la necesidad, debía servirse de otra moral, que tenía su objeto en este mundo (conservar el poder). Como subrayó hace tiempo uno de los más agudos intérpretes de su pensamiento, Isaiah Berlin, Maquiavelo no es un amoral, pero su obra pone de manifiesto la imposibilidad de reconciliar ambos códigos morales. Por el contrario, Saint-Exupéry nos recuerda las viejas máximas del amor al prójimo y, sobre todo, la necesidad de tender lazos entre las personas. En su periplo por otros asteroides, el principito se encuentra con una serie de personas más o menos ocupadas o poderosas, pero que carecen de lo elemental, de la relación con otras personas: el vanidoso sin admiradores, el bebedor solitario, el farolero que no tiene a quién alumbrar, el geógrafo que no dispone de explorador, el hombre de negocios que carece de alguien con quien negociar…, incluso el buen monarca absoluto, que parece una parodia del príncipe maquiaveliano, pues solo está dispuesto a ordenar aquello que sus súbditos estén dispuestos a hacer, pero que no tiene a quién ordenar nada. Por eso el principito llega a la Tierra, donde no dejará de tender lazos buscar la amistad de los demás, llegando incluso a domesticar a quien debía ser su enemigo, un zorro, precisamente el animal que Maquiavelo (El Príncipe, XVIII) nos presenta como el epítome de la astucia.

Berlin consideraba que la clave del pensamiento político de Maquiavelo, y de sus consecuencias para el futuro, estaba en que, al presentar una nueva moral independiente de la moral convencional, se quebraba la armonía con que solían concebirse el mundo y los saberes, como partícipes ambos de un orden universal, producto de la voluntad del Creador. Esa armonía universal era la que hacía posible que la política se rigiese por las mismas normas que la vida cotidiana, que solo hubiese una moral (y una religión) para señalar qué había que hacer en todos los casos. Rota esa unidad del mundo y del saber, el hombre vuelve a ser enemigo para sí mismo. Maquiavelo también sabía qué era tener enemigos: los Médici nunca se acabaron de fiar de él y llegaron a sospechar de su participación en conspiraciones contra su poder, por lo que lo arrestaron y torturaron. Pero fue precisamente a uno de ellos, a Lorenzo el Magnífico, a quien el autor del El Príncipe dedicó su obra. Si el florentino buscó la protección de sus poderosos y ricos enemigos, Saint-Exupéry dedicó su pequeño libro al escritor anarquista Léon Werth, a quien consideraba «el mejor amigo que tengo en el mundo», y que, a diferencia de Lorenzo el Magnífico, padecía hambre y frío. En el valor de la amistad más desinteresada radica la lección de El Principito, con el que, frente al arte del poder descrito por Maquiavelo, Saint-Exupéry redescubre el arte de tender lazos, como la única forma de restituir la perdida unidad del mundo, gracias a la cual incluso el astuto zorro puede convertirse en un amigo.

Imagen: https://es.wikipedia.org/wiki/Antoine_de_Saint-Exup%C3%A9ry#/media/Archivo:11exupery-inline1-500.jpg

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Lecciones de la paz

No es muy habitual que la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) sea noticia en la prensa española. Ni siquiera con ocasión del cuarto centenario del inicio de la contienda, que se ha cumplido este año, hemos tenido en España el aluvión de artículos, documentales o reportajes propios de otras efemérides. Por eso cabe congratularse de que El País, hace un par de días, publicara un artículo titulado «La peor guerra, la mejor paz«, dedicado a comentar los acuerdos de Westfalia, que, en octubre de 1648, pusieron fin a aquella contienda. Entre otras cosas, porque trae a colación la importancia que la conmemoración está teniendo en Europa, que contrasta con la poca atención recibida en España, pese a la tan profunda implicación de la Monarquía Hispánica en la guerra. Por eso se echa de menos en el artículo la mención del trabajo de los historiadores españoles. Es comprensible, pues, hasta no hace mucho, el tema no había merecido demasiada atención por parte de la historiografía patria.

Pero la situación está cambiando. Hace un par de años Fernando Negredo del Cerro publicó La guerra de los Treinta Años, libro en el que ofrece una perspectiva nueva del conflicto, especialmente al subrayar el protagonismo español en el mismo, incluso en las negociaciones de paz: su magnífico conocimiento de las fuentes le permite esta innovadora mirada, sin que la narración pierda agilidad. Asimismo, el libro de Cristina Borreguero, La Guerra de los Treinta Años, 1618-1648. Europa ante el abismo, presenta una completa exposición de la guerra, desde sus complejos antecedentes, con un extenso capítulo dedicado a «La maquinaria bélica» (materia en la que la autora es especialista), y un amplio balance historiográfico.

Naturalmente, es difícil que los trabajos especializados interesen a la prensa; lo mismo pasa con los juicios matizados. No puede, por tanto, reprocharse que el artículo cite como los dos grandes logros de Westfalia la libertad de religión y la igualdad de los Estados soberanos, subrayando la relevancia de ambos en «la construcción europea», ya que así se ha valorado a menudo la paz de 1648. Pero, como hace ver el libro de Negredo (pp. 331-342), aquellas paces no inauguraron un mundo nuevo de igualdad política entre los Estados y libertad confesional sin límites, sino que impusieron un orden claramente favorable a los vencedores, sobre todo a Francia. Y que el discurso de esos vencedores no es ajeno a que se haya hecho de aquella paz un  hito modernizador y europeizador: nada tiene de extraño, que, como se dice en el artículo de El País, Emmanuel Macron haga suyo ese supuesto espíritu y reivindique el «orden multilateral westfaliano», en realidad, base de la grandeza de la Francia de Luis XIV.

No estará de más, que al evocar la Guerra de los Treinta Años, y la paz que le puso fin, tengamos presente, además del trabajo de nuestra historiografía, el papel que tuvieron en la guerra y las negociaciones de paz la Monarquía Hispánica y los españoles: por ejemplo, personalidades tan relevantes como Diego de Saavedra Fajardo, negociador en Westfalia y uno de los pensadores políticos más originales del siglo XVII. Y, sobre todo, que consideremos la paz con arreglo a los criterios de aquella época, según los cuales la de Westfalia se consideró una «paz cristiana», construida sobre el principio de perpetua oblivio et amnestia, olvido y amnistía (o perdón) perpetuos (Joachim Whaley, Germany and the Holy Roman Empire, Oxford University Press, 2012, vol. I, p. 623), sin excluir, claro, las reparaciones de guerra. Ni el olvido ni el perdón fueron perpetuos, pero la idea (sea cristiana, sea laica) de separar las reparaciones de las revanchas, la justicia de la venganza, debería actuar de guía en toda reconciliación. Ésa es la lección que puede extraerse de aquella paz, de cualquier paz, que tan a menudo resultan fallidas por no asumir sus compromisos quienes las firman.

Diego de Saavedra Fajardo (https://es.wikipedia.org/wiki/Diego_de_Saavedra_Fajardo)

 

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Historia, política y pasión

Fadrique Furió Ceriol

Fadrique Furió Ceriol

Dentro de un mes empezará el segundo semestre del curso en la Universidad de Valencia. Reanudaremos, en el Grado de Historia, Poder y Sociedad en el Mundo Moderno, y en el Máster Historia e Identidades en el Mediterráneo Occidental, Sistemas de Poder y Pensamiento Político. Aunque no son continuación automática una asignatura de la otra (los alumnos que cursan la segunda no tienen por qué haber cursado la primera, si bien muchos de ellos sí lo han hecho, o alguna parecida en otras universidades), me gusta verlas de manera unitaria, como una forma de profundizar, cada una en su nivel y por etapas independientes (no son lo mismo el Grado y el Máster), en la historia política, social y de las ideas, y de ganar, progresivamente, capacidad crítica y de reflexión. No es un objetivo vano. Hace casi cuatrocientos cincuenta años, uno de los más grandes pensadores políticos del siglo XVI, Fadrique Furió Ceriol, escribió con ingenio que «no es la historia para passatiempo, sino para ganar tiempo», al tiempo que recomendaba encarecidamente que el consejero del príncipe fuese «grande historiador», ya que, seguía diciendo, «para ordenar una república, governar un principado, tratar una guerra, sostener un estado, acrescentar el poder, procurar el bien, huir el mal, ¿qué cosa mejor que la historia?». Y añadía no sin tristeza: «Esto entienden pocos, i assí vemos que pocos saben governar» (El Concejo y consejeros del príncipe, Amberes, 1559, cap. 2 [cito por la ed. de Diego Sevilla, Valencia, 1952, pp. 125 y 127]).

Ni la íntima conexión entre la historia y la política, ni la ignorancia (o la manipulación) de la historia por los políticos han cambiado desde el siglo XVI. Y aun así, el mundo no ha ido necesariamente a peor: hay razones para el optismo, como algunos sostienen últimamente. Pero justamente estudiar la historia «con mui grande atención i (…) sotilmente», como recomendaba Furió, nos previene de las simplezas del triunfalismo: sin ir más lejos, atribuir, como hacen alguno de los aludidos, al capitalismo los mayores bienestar e igualdad de nuestro tiempo con respecto a tiempos pasados, olvida por completo lo que se debe, por ejemplo, al movimiento obrero, a la socialdemocracia o al feminismo.

¿Y en qué consisten esa gran atención y esa sutileza? Pese a las nuevas pedagogías, sigo teniendo claro que para formarse como historiador (una tarea siempre inacabada) no sólo hace falta «saber hacer cosas», sino que es imprescindible saber cosas, o sea, saber qué pasó (o, mejor, qué es lo que, con rigor, los historiadores, entienden que pasó). Y para eso es necesario ejercitar la memoria, retener datos (fechas, nombres…, esas cosas tan denostadas) y llenar con ellos la mente. Y, por descontado, también con ideas, conceptos, y, sobre todo, criterios para pensar todo ello y, mediante nuestra reflexión, generar nuestro propio conocimiento.

Éste es un trabajo eminentemente individual, que se basa en la lectura y el estudio, en el esfuerzo de cada cual. Pero, como en casi todas las facetas de la vida, no estamos solos: intercambiar ideas y reflexiones,  dialogar y estar dispuesto a defender un punto de vista, y a modificarlo a la vista de argumentos convincentes, también crean conocimiento; nos ayudan a pensar mejor, a escuchar mejor, a expresarnos mejor. En la clase, en el foro de la asignatura, en el bar, o donde sea, hablar sobre historia nos ayuda a formarnos, y a hacerlo con ayuda de los otros.

Hace unos meses tuve ocasión de decir algo parecido en el acto de Graduación de los alumnos de Historia: sobre la historia como empresa compartida de enseñanza, aprendizaje y vida (abajo dejo lo que leí). Si seguimos sintiendo pasión por la historia, estudiar historia, hablar de historia, compartir historia, seguirá siendo un placer. Por muchos años.

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Galeones, estados y cautivos

Explosión del galeón San José,  por Samuel Scott  (fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Galeón_San_José)

Explosión del galeón San José,
por Samuel Scott
(fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Galeón_San_José)

Acaso acabe por imponerse la cordura en un contencioso que ha empezado mal.  El hallazgo del galeón San José podía recordar bastante al del Nuestra Señora de las Mercedes, que el Gobierno de España recuperó después de un pleito nada fácil con una empreza cazatesoros; la legítima satisfacción por recuperar un patrimonio perdido parecía que podría repetirse ahora, pero el Gobierno de Colombia no está dispuesto a ceder y cuenta con evidentes ventajas, no sólo jurídicas. Tan es así que hasta El País ha escrito un editorial desaconsejando al Gobierno español pleitear por el pecio, con evidente deleite del presidente de Colombia.

Encuentro, al menos, dos aspectos poco claros en ese editorial: primero, la vaguedad sobre el vínculo entre la Monarquía Católica o Hispánica y el actual Estado español; es evidente que éste sólo se legitima en la voluntad de su sujeto soberano, el pueblo español, y que su fundamento está en la Constitución de 1978. Pero, de la misma manera que esa constitución no rompió con el régimen de Franco, sino que lo reformó, tampoco los sucesivos cambios constitucionales de los siglos XIX y XX rompieron del todo con lo anterior; aunque el Estado como forma jurídico-política sólo nazca con el constitucionalismo político moderno inaugurado en Cádiz, las contunuidades son demasiadas como para obviarlas: desde la Monarquía (la dinastía reinante es la «dinastía histórica» y el heredero a la Corona ostenta los títulos «vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de España»: CE, 57. 1 y 2) hasta «derechos históricos» de determinadas comunidades, derechos propios en el ámbito civil, o cuestiones territoriales y de lindes. Precisamente al no abordar con rigor y sin complejos este vínculo, o al quedarnos con fórmulas vagas y neutras como las que prefiere El País, se nos plantean tantas dudas sobre «el ser» de España y de las partes que la componen. En lugar de asumir como clave de nuestro presente una historia rica pero compleja, fértil para las preguntas pero esquiva a las respuestas fáciles, preferimos enaltecer o condenar, añorar o desentendernos. Es por eso, y aquí viene la segunda de mis dudas con el editorial de El País, que en este punto se mezcla la «memoria» con la historia: si desde la historia se renuncia a aportar un rigor que huya tanto de la facilidad como de la noñería y la exaltación patriótica, acabaremos presos de lecturas no sólo presentistas del pasado, sino empeñadas en buscar culpables o, aun peor, en no reconocer a las víctimas, de manera que se perpetúen antagonismos estériles entre quienes ya no se sienten concernidos por enemistades de antaño.

Hace sólo un par de días tuve la suerte de evocar en Barcelona, en la sede del Instituo Europeo del Mediterráneo (IEMED), junto a los compañeros del Departamento de Historia Moderna de la UB, la triste suerte que corrieron cientos de miles de cautivos en el Mediterráneo de la Edad Moderna. Resulta imposible no conmoverse con sus historias ni condenar las crueles formas de hacer la guerra en el siglo XVI (aunque no más crueles que las de los siglos XX y XXI); pero tan erróneo sería juzgar aquella época con nuestros criterios como hacerlo exclusivamente con los de entonces. Por eso tenemos que empeñarnos en proporcionar con todo rigor los elementos que permitan unir el pasado con el presente, que faciliten nuestra comprensión de una historia que, como la del Mediterráneo de la Edad Moderna, es compartida, y que hagan posible que nos reconozcamos herederos de aquel tiempo, para lo bueno y para lo malo, y desprovistos tanto de revanchismos o victimismos como de triunfalismos.  La mejor solución en el caso del galeón San José es buscar fórmulas que pongan por encima de todo el respeto al patrimonio, a la memoria de quienes vivieron y sufrieron aquellos tiempos y al carácter común de un pasado compartido. Acaso se puedan encontrar.

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Extraordinaria y urgente necesidad

Tal vez sirva de algo la perspectiva histórica. Calificar de “abuso” el uso injustificado que el actual Gobierno de España hace del decreto ley se queda corto. Que nuestro ordenamiento constitucional recoja la “extraordinaria y urgente necesidad” como requisito para legislar (provisionalmente) mediante decreto ley no deja de ser una reliquia de un viejo concepto del pensamiento político medieval y moderno. La potestas absoluta, como la definieron teólogos, canonistas y juristas desde el siglo XIII, esto es, la facultad del gobernante para obrar al margen de la ley (legibus solutus) sólo podía aplicarse en caso de extraordinaria y urgente necesidad (lo ha explicado con meridiana claridad una historiadora igualmente extraordinaria, Arlette Jouanna, en Le pouvoir absolu. Naissance de l’imaginaire politique de la royauté, París, 2013, pp. 51-60). En los siglos siguientes, el estado de necesidad, urgente y extraordinaria, sería esgrimido una y otra vez por los reyes (y también por gobiernos republicanos) para infinidad de propósitos concretos y para un fin general: enaltecer y reforzar su poder. Nadie discutía esa capacidad de los gobernantes, pues guerras, rebeliones o epidemias tenían la entidad suficiente como para suspender las leyes ordinarias y gobernar de forma expeditiva y extraordinaria. Pero fue el abuso de esa capacidad y la lenta transformación de un poder extraordinario en una situación ordinaria lo que permitió hablar de absolutismo. Las cautelas que introduce el art. 86 de la Constitución Española en el uso del decreto ley pretenden impedir esas situaciones de abuso, a dejar a salvo no sólo los derechos fundamentales sino también el ordenamiento ordinario y, con él, el tiempo ordinario en que no debe usarse ese procedimiento. Es cierto que se dejan suficientes puertas abiertas para que sean la discreción y la prudencia de cada gobierno las que, en última instancia, regulen su uso. Pero que se use de forma tan pertinaz como hace ahora el Gobierno de España revela una manera de entender la política que no quiere saber nada de derechos, de controles ni de participación; ni tampoco de historia ni de ética.

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Símbolos

Ada-Colau-ha-decidido-retirar-el-busto-del-Rey-Juan-Carlos-I-que-hay-en-el-Salón-de-la-Reina-Regente-donde-se-celebran-los-plenos-municipales-del-Ayuntamiento-de-BarcelonaRetirar efigies del jefe del estado o cambiar nombres de calles relacionados con la Monarquía es un acto vistoso cuyos significados, por desgracia, se nos escamotean. Entiendo la sensibilidad de quienes no aceptan una institución cuya renovación no pasa por las urnas (argumento que podría hacerse extensivo, entre otros, al poder judicial). También entiendo a quienes quieran corregir entusiasmos de gobiernos pasados que llenaron la geografía de monumentos, museos y pabellones con regios nombres (reina tal o príncipe cual). Más difícil me resulta entender que para satisfacer estas aspiraciones legítimas se desoiga la ley y se actúe sin consenso, provocando, en el otro lado, réplicas facilonas. Y lo que ya no entiendo de ninguna manera es que se quite un retrato para poner otro: reemplazar un cuadro del rey, que, por paradójico que suene, debe personificar la impersonalidad del Estado, por un personaje de marcada personalidad no es más que tributar homenajes públicos a ídolos particulares.

Es inútil insistir en la relevancia y utilidad de los símbolos para la comunicación. Por eso es imprescindible explicar claramente qué se persigue con su retirada o renovación. Si no, nos quedamos en una mera transmisión de consignas que no todos entienden igual y que traduce actos simbólicos por mensajes tan planos como “no ha sido elegido por nadie” o “a mí no me representa”. La cultura política debe permitir la reflexión, por muy fuerte que sea la tentación (y así suele ocurrir) de ahogarla con eslóganes pegadizos. Si no, al suscitar sentimientos en vez de pensamientos se nos hurtará un debate tan urgente como el de los nacionalismos o el de la memoria de la república y la guerra. Cambiar la forma de Estado es lo suficientemente serio como para plantear un debate igualmente serio, en el que las ideas den sentido a los actos y no al revés. No entiendo que se fomente el republicanismo mediante gestos ambiguos; menos aún el republicanismo más auténtico, de raigambre clásica y renacentista, hecho de un profundo respeto por el valor de las ideas, de los símbolos que las representan y del significado constitucional que se atribuye a unas y a otros. Y también, cómo no, de sentido del humor.

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Confiscar y restituir

confiscatie

Los días 11 y 12 de noviembre se celebraron en Lovaina las Jornadas Confisquer et restituer dans la Monarchie des Habsbourg (XVIe-XVIIe siècles). Como habían propuesto los organizadores, Yves Junot (Université de Valenciennes) y Violet Soen (KU Leuven), se trataba de aproximarnos al entendimiento de «la economía religiosa y política del ejercicio de la soberanía principesca, entre castigo y gracia, entre exilio y reconciliación». Fue una magnífica ocasión para debatir, con un grupo de historiadores principalmente franceses, belgas y españoles, las formas del castigo y del perdón, en torno a la omnipresente pena de la confiscación, ligada, en la justicia  del Antiguo Régimen, a crímenes graves, especialmente a la rebelión, la traición y la lesa majestad.

A lo largo del coloquio quedó clara la frecuencia con que la Corona aplicaba la pena de confiscación, sobre todo en el castigo de las grandes revueltas, como las Comunidades, la Germanía, las Guerras Civiles del Perú o la Rebelión de los Países Bajos. Aunque el afán recaudatorio pudiera impulsar a la Corona, los problemas que acarreaba a los oficiales reales la gestión de los bienes confiscados no apuntan sólo hacia ese fin. Pero tampoco a la mera justicia, pues las confiscaciones ofrecían la posibilidad de castigar selectivamente, en función no sólo del grado de culpa de la víctima, sino también de su condición y de su patrimonio; y, además,  las confiscaciones reforzaban la capacidad redistribuidora de la Corona. Todo ello daba un tono marcadamente político a esta modalidad penal.

En las contribuciones a las jornadas estuvieron implícitos dos conceptos tan fundamentales como esquivos para entender el poder de las monarquías de la Edad Moderna: la gracia y el fisco. Con una clara inspiración religiosa, la gracia regia permitía, por un lado, que el rey perdonase allí donde la ley castigaba, y, por otro lado, que recompensase a quien bien le pareciese. Una capacidad aparentemente arbitraria, como correspondería a un poder absoluto. Pero no por ello dejaban de pesar sobre su ejercicio consideraciones de moral y de proporcionalidad, y también de oportunidad. Comprender el funcionamiento de la gracia, tanto de sus normas y valores permanentes, como de sus condicionantes coyunturales, políticos, tiene una obvia trascendencia para captar las claves de los mecanismos del poder regio.

Así, aunque  la confiscación pueda sugerirnos un proceso de «estatalización» de bienes particulares (applicatio ad fiscum, vel quasi cum fisco associatio,  según dice Sebastiano Guazzino en su Tractatus de confiscatione bonorum, p. 2), dado el carácter «público» del fisco (bursa publica, como lo define el mismo autor), el peso de la gracia y de la justicia distributiva en la gestión de los bienes confiscados cuestiona la aplicación de lo que hoy entendemos por «estatal» y «público» a este ejercicio del poder principesco. Principios y procedimientos patrimoniales y de patronazgo (con sus correspondientes cargas morales) inundaban el gobierno de la penalidad fiscal en el Antiguo Régimen, imponiendo una lógica bien distinta a la nuestra para explicar las actuaciones de los reyes.

Por eso puede discutirse la calificación que se hace hoy día, en nuestro país, de determinadas propuestas fiscales como «sistema impositivo confiscatorio» (al tiempo que se califican de «inquisitoriales» algunas medidas propuestas contra la corrupción). Desprovista de su consideración penal y, más aún, de castigo político, la confiscación pierde su relieve. Precisamente, como quedó de manifiesto en las jornadas, la pérdida del patrimonio incapacitaba políticamente, lo que no sólo afectaba al individuo culpable sino a la familia. Por eso la confiscación desapareció como pena en el siglo XIX, cuando el naciente Estado liberal aplicaba criterios de división de poderes, que tendían a separar lo judicial de lo político.

Fourches patibulaires, Violet-le-Duc, Dictionnaire raisonné de l’architecture française, du XI au XVI siècle, Paris, 1861, t. V, p. 561.

Fourches patibulaires, Gibet de Monfaucon (Violet-le-Duc, Dictionnaire raisonné de l’architecture française, du XI au XVI siècle, Paris, 1861, t. V, p. 561).

Es más, en no pocos casos la confiscación era la otra cara de la pena capital, que, aunque más morosa a la hora de desaparecer de los códigos penales, fue perdiendo, desde la Revolución Francesa, sus componentes simbólicos y espectaculares emparentados con la estructura política del Antiguo Régimen (aun para revestirse de otros, en consonancia con el nuevo Estado, como demostró Daniel Arasse, y, con perspectiva distinta, Paul Friedland). La dureza de las condenas y la crueldad de las ejecuciones ocupaban un extremo de la panoplia represiva frente a rebeliones y traiciones; al otro extremo se encontraba el perdón, más o menos magnánimo, a veces genuinamente gracioso, y otras (muchas) veces facilitado por una «composición» en dinero. Entre ambos extremos se dibujaba toda la economía represiva de la Corona, de la que se servía para neutralizar a sus enemigos y reconstruir sus apoyos durante o después de convulsiones como las revueltas comunera, agermanada o flamenca. Frente a este panorama, podemos preguntarnos si es riguroso agitar los fantasmas de las confiscaciones o de la Inquisición para descalificar programas políticos que, hasta la fecha, no se han planteado resucitar el mundo político del Antiguo Régimen.

 

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Una historia verdaderamente moderna

 

Clio, por Pierre Mignard

Clio, por Pierre Mignard

Es difícil saber cuál es la verdadera identidad de la historia, después de un siglo de relación no siempre igual con las ciencias sociales y de sucesivos desprestigios y renaceres de sus temas estrella (en los últimos cuarenta años lo político y lo individual han pasado del ostracismo al protagonismo, mientras la historia estructural ha seguido un camino inverso). Es más, hoy por hoy no existe sólo un rumbo para el quehacer del historiador, sino muchos. Esto, que en sí mismo está muy bien, ocasiona cierta perplejidad al comprobar lo lejos que unos enfoques están de otros. Y, sin embargo, hay mucho en común en los variados intereses de los historiadores: entre otras cosas, la atracción por el sujeto, individual o colectivo, por su condición, por su identidad y por su experiencia; la fascinación por las fronteras, ya sean geográficas, culturales, sociales, íntimas o bélicas; el gusto por el contraste entre las realidades pensadas y las vividas, por la confrontación entre teoría y práctica, de lo político, económico, intelectual etc. Vistas así las cosas, ¿dónde ubicar el lugar común de la historia?

Dado que en el sujeto coinciden todas las aristas de la realidad, la exigencia de una «historia total» debería estar más viva que nunca. Pero precisamente ese ideal llevó a superponer «niveles» que acabaron desmigajando la historia. Restituir una historia completa pasaría por reintegrar enfoques. ¿Por qué no, entonces, recuperar la tan encomiada como poco cultivada historia comparada? Para que la historia comparada responda a nuestras inquietudes y pueda convertirse no sólo en ejercicio académico de adición de resultados, sino en herramienta de trabajo, tendría que comparar en varios sentidos. Primero, en lo geográfico. No podemos explicar lo local o lo territorial sin tener en cuenta tanto lo global como lo que ocurre en otras localidades o territorios; abandonar el localismo pasa por atreverse a descubrir que las experiencias humanas tal vez no sean comunes, pero se explican mucho mejor cuando se tienen en cuenta las de amplios espacios geográficos. En segundo lugar, en lo cronológico: aunque el cotidiano trabajo de investigación, por motivos obvios, haya de ceñirse a periodos más o menos cortos, vale la pena llevar nuestra a atención a periodos más largos, no en busca de «antecedentes y consecuencias», sino por curiosidad y rigor, por el placer de recorrer la historia y por la necesidad de conocer coyunturas similares; por las mismas razones, estudiar un fenómeno a través de diversas edades resulta una empresa llena de posibilidades. Y, en tercer lugar, temáticamente. Una de las claves de pequeñas y grandes revoluciones científicas ha sido la aplicación a una disciplina los métodos de otra. Mirar la historia política con los ojos de la historia económica o cultural, y viceversa, es extraordinariamente revelador. No se trata sólo de obtener un panorama más completo, sino de plantear problemas nuevos que, de otra forma, no saldrían a la luz.

No creo que haya que suprimir las especialidades o áreas de conocimiento cronológicas o temáticas. Al contrario: cada una tiene su respectiva perspectiva, su originalidad en la manera de leer y trabajar las fuentes, de entender el pasado; y su particular saber hacer, fruto de una formación y de una práctica determinadas, a las que no tiene por qué aspirar el vecino. En el caso que me es familiar, el de la Historia Moderna, alguna de esas exigencias son ineludibles. Conocer la Antigüedad y la Edad Media, cuyas herencias recogen y sintetizan los Tiempos Modernos, es imprescindible. Interesarse por la historia del derecho (incluyendo el derecho romano), de la teología y de las iglesias, de la ciencia, etc., resulta más que útil para entender las relaciones económicas, sociales, políticas de aquellos siglos, y para ver cómo esas relaciones se vinculan entre sí. Desde estas convicciones, pensar en la historia conduce a pensar en una historia comparada, inquieta y en perpetuo diálogo entre géneros y especialidades. Después de tanto tiempo mirando hacia fuera, la historia puede encontrar su identidad mirándose a sí misma.

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Legitimidades

Ya es evidente que en el conflicto Cataluña/España se enfrentan dos pretendidas legitimidades. La democracia contra el Estado de derecho: no hay que decir quién defiende cuál. Para los catalanes, la voluntad popular por sí sola, expresión de la nación, reclama un Estado propio; nada más justo que votar, que decidir, y nadie, de justa conciencia democrática, podrá decir lo contrario. Pero para el Gobierno de España, el imperio de la ley debe prevalecer; sólo los procedimientos legales son válidos, y nadie, mucho menos quienes desempeñan cargos públicos, puede ir contra la ley.

Diada de 2014
Diada de 2014

 De un lado se argumenta que las leyes deben ser reflejo de la voluntad popular; en buena lógica, si la voluntad popular cambia, la ley deberá cambiar; incluso se insinúa, más o menos abiertamente, la desobediencia civil frente a leyes que no son justas porque no son reflejo de la voluntad popular. Pero del otro lado se insiste en que para cambiar las leyes existen procedimientos legales, y que sólo mediante esos procedimientos, a través de las instituciones representativas, se puede cambiar el orden legal.

Aquí está el meollo del asunto. El orden legal y las instituciones representativas vigentes corresponden a un Estado, el español; pero este Estado se cuestiona por uno de los bandos en liza, que esgrime la legitimidad de otras instituciones representativas, las autonómicas, o, incluso, un clamor popular visible en manifestaciones como las de ayer. Aunque las manifestaciones no tengan fuerza legal, cuando sus dimensiones y su reiteración son como las de los últimos años en Cataluña, indudablemente otorgan fuerza moral. Ahí radica la legitimidad de fondo, que viene del carácter de sujeto soberano que se reivindica para el pueblo de Cataluña. Legalmente la soberanía reside en el pueblo español, no en el catalán. De ahí que el referéndum sea el punto culminante del soberanismo: su mera celebración ya implica que el pueblo catalán es un sujeto soberano. ¿Qué pasa entonces con el resto de sujetos de la soberanía española, es decir con los españoles que no son catalanes ni viven en Cataluña y, por tanto,  no podrán votar en el referéndum? Pues que, sin comerlo ni beberlo, pueden ver su soberanía recortada y, muy probablemente, también el Estado del que son ciudadanos. (Son tiempos de recortes). Pero el Gobierno, en defensa de la unidad de España, no plantea un ejercicio democrático de la soberanía española, o sea, no propone un referéndum a escala española que contrarreste o desautorice el referéndum catalán, sino que se esgrime, sin más, la ley.

Charles de Secondat, barón de Montesquieu

Charles de Secondat, barón de Montesquieu

Sin embargo, ni en la ley ni en la democracia está la esencia de nuestro ordenamiento constitucional. Si «España se constituye en un Estado social y democrático de derecho» (CE, art. 1), podrá discutirse si es el adjetivo  «democrático» o el complemento «de derecho» lo principal del Estado español.  (Ya hemos visto en los últimos años que lo de «social» se está convirtiendo en papel mojado). Pero lo más sensato sería que democracia y legalidad se equilibrasen y se contrapesasen mutuamente. El espíritu de nuestras leyes se inspira en la división de poderes y en lo que ésta hereda de las constituciones antiguas: los controles y balances que corrigen los desequilibrios. En este marco, la ley debe canalizar la expresión de la voluntad popular (incluso moderarla, en el caso de que la voluntad popular fuese contra los derechos humanos). Ocurre, no obstante, que la ley, el ejecutivo y el legislativo, se encuentran en un punto ínfimo de popularidad. Por eso el movimiento soberanista catalán insiste en que viene desde abajo, desde la legitimidad directa del pueblo, y no de las instituciones autonómicas catalanas, que, sin embargo, lo apoyan sin reservas. Lo que se reclama, entonces, es un nuevo proceso constituyente, una renovación de las instituciones que muchos piden para toda España, pero que los independentistas prefieren hacer a su escala.

Henry David Thoreau

Henry David Thoreau

Negando legitimidad a las instituciones, el independentismo catalán se enfrenta al muro de la ley. Pero negando legitimidad al movimiento independentista, el gobierno se enfrenta al clamor de gran parte de la población catalana (sea o no la mayoría). Si ambas partes reconociesen algo de legitimidad en el contrario, es posible que se llegara a un acuerdo. Si tuviésemos instrumentos para que la ley y la democracia se equilibrasen mutuamente, como pensaban Polibio, Cicerón, Montesquieu o Benjamin Franklin, quizá no sería necesario recurrir a Thoreau.

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El rey

Es inevitable que la abdicación de Juan Carlos I tenga consecuencias constitucionales. Es lógico que el debate sobre la continuidad de la monarquía, abierto hace tiempo, se redoble ahora. La renuncia del rey cuestiona ciertos fundamentos de la Corona, de cuya constitucionalidad puede dudarse, pero que están implícitos desde la restauración de 1975: la gracia de Dios y el caracter hereditario. Es decir, la naturaleza sagrada, perpetua y casi providencial de la Corona. Aunque Juan Carlos fue proclamado rey por las Cortes Generales, al deber su establecimiento al «caudillo de España por la gracia de Dios», y al restaurarse los derechos históricos de la Casa de Borbón, incluido el carácter irrevocablemente hereditario de la Corona (simbolizado con la presencia de Felipe, de sólo siete años, en la proclamación) se recuperaban esos antiguos significados; y aunque algunos no los recogió la simbología (las monedas, ya desde 1975, adoptan una leyenda simple que elude la gracia de Dios, a diferencia de las monedas de Franco o de las de la reina de Inglaterra), otros quedaron acogidos en la constitución (la consideración de dinastía histórica y el orden histórico de sucesión: art. 57. 1 y 2).Articulo0001494
Al asumir el rey estos principios, se identificaba con el compromiso tradicional de la realeza, cuyos titulares lo eran de por vida, en ejercicio de un ministerio casi sacramental. A ello se unió el refuerzo carismático del 23 F, que sellaba la unión entre monarquía y democracia parlamentaria. Es comprensible, pues, que hasta hace unos meses, el rey no contemplara la posibilidad de abdicar. Pero esa amalgama de constitucionalismo moderno y tradicionalismo quedó rota con la famosa cacería de Botswana, y no precisamente por culpa del rey. La culpa del rey no tiene sentido en un Estado que proclama la no sujeción a responsabilidad de la persona regia y que establece la necesidad de refrendo para sus actos (CE art. 56. 3). Como dice el viejo aforismo inglés: The king can do no wrong. Y si el rey no se puede equivocar, es el ministro que refrenda sus actos el que debe asumir la responsabilidad de los errores. Como el gobierno en pleno, con Rajoy a la cabeza, escondieron la cabeza bajo tierra, fue Juan Carlos I, en un gesto sobre cuyo carácter insólito nunca se insistirá lo bastante, quien tuvo que pedir perdón. Desde ese momento, la suerte del rey Juan Carlos estaba echada, y no sólo por el desprestigio público, agrandado por el escándalo de su yerno, sino por la espantada del gobierno y de su presidente, que quebraba de hecho el principio de irresponsabilidad del titular de la Corona.
A la luz de aquello cobra otro sentido la abdicación de Juan Carlos I, perdido su carisma y debilitada su posición institucional. Por eso el futuro de la monarquía en España es más incierto. Abdicaciones ha habido en la historia de España: dejando aparte las de Bayona, las abdicaciones fueron menos problemáticas cuando los fundamentos sagrados y dinásticos de la Corona estaban más claros, si bien no dejaron de plantear problemas constitucionales (en los casos de Carlos V y Felipe V). los-principes-de-asturias-posaron-de-lo-mas-sonrientes-ante-la-prensaCuando esos principios eran discutidos (Isabel II, Amadeo I, Alfonso XIII), renuncias, exilios y abdicaciones estuvieron ligados a cambios de régimen. El no abdicar, la aspiración a morir en el trono, que parece haber sido el norte de Juan Carlos I, era un resto de sacralidad, un deber trascendente. Dejar definitivamente de lado esos valores tradicionales, contribuye, sin duda, a la modernización de la monarquía. Veremos si la monarquía sobrevivirá a su modernización.

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