No hace mucho un conocido humorista desaconsejaba fervientemente la lectura de la obra más conocida de Antoine de Saint-Exupéry, El Principito. Ante el asombro entre indignado y divertido de sus contertulios, el humorista insistía en lo que muchas veces hemos oído los defensores del librito sobre el pequeño príncipe: la ñoñería cursi que, para sus críticos, rezuma la obra. Es cierto que, escrito para los niños, con mirada desdeñosa hacia las «personas mayores», el libro puede resultar algo cansino con su insistencia en la candidez, la bondad y el desinterés. Y, sin embargo, su lección va más allá, hasta el punto de que puede leerse como un genuino antimaquiavelo, como la obra definitiva contra el mensaje del libro casi homónimo escrito por Nicolás Maquiavelo cuatro siglos antes.
Muchos habrán reparado en la coincidencia entre el nombre de la obrita del aviador francés y la del diplomático y secretario florentino. No solo El Príncipe y El Principito comparten título (aunque al parecer Saint-Exupéry se inspiró para el suyo en una vivencia que reflejó en una de sus crónicas periodísticas), sino también extensión: 26 capítulos la primera frente a 27 la segunda; en ambos casos un puñado de páginas que se leen en un rato. También tienen en común el que ambos libros interpelan al lector, no como una narración o un ensayo corrientes, sino porque pueden entenderse como consejos o guías de vida. Y, en efecto, los dos libros destacan por su contenido moral, pudiendo leerse como respuestas a la gran pregunta que se plantea la ética: qué debo hacer. Pero ahí acaban las semejanzas. El Príncipe se escribe para orientar al gobernante ante la incertidumbre de los tiempos, preparándolo para los cambios de la Fortuna y ofreciéndole ejemplos en los que inspirarse para revertir a su favor tales cambios. El Principito se dirige al individuo corriente, recordándole que puede volver a ver el mundo como un niño, sin prejuicios. Si Maquiavelo retuerce el tradicional género de los espejos de príncipes para desechar el modelo convencional de príncipe virtuoso (magnánimo, caritativo, devoto), a cambio de uno cuya virtud se deriva de su audacia y, en los casos precisos, falta de escrúpulos, Saint-Exupéry propone la amistad y la capacidad de forjar vínculos con los demás como claves de la existencia humana.
Más allá de la caricatura en que una posteridad hostil convirtió al florentino, de sus escritos se deducía que el gobernante que quisiese triunfar no podía seguir permanentemente el código moral cristiano, que ponía su objeto último fuera de este mundo (la salvación del alma) sino que, cuando se viese forzado por la necesidad, debía servirse de otra moral, que tenía su objeto en este mundo (conservar el poder). Como subrayó hace tiempo uno de los más agudos intérpretes de su pensamiento, Isaiah Berlin, Maquiavelo no es un amoral, pero su obra pone de manifiesto la imposibilidad de reconciliar ambos códigos morales. Por el contrario, Saint-Exupéry nos recuerda las viejas máximas del amor al prójimo y, sobre todo, la necesidad de tender lazos entre las personas. En su periplo por otros asteroides, el principito se encuentra con una serie de personas más o menos ocupadas o poderosas, pero que carecen de lo elemental, de la relación con otras personas: el vanidoso sin admiradores, el bebedor solitario, el farolero que no tiene a quién alumbrar, el geógrafo que no dispone de explorador, el hombre de negocios que carece de alguien con quien negociar…, incluso el buen monarca absoluto, que parece una parodia del príncipe maquiaveliano, pues solo está dispuesto a ordenar aquello que sus súbditos estén dispuestos a hacer, pero que no tiene a quién ordenar nada. Por eso el principito llega a la Tierra, donde no dejará de tender lazos buscar la amistad de los demás, llegando incluso a domesticar a quien debía ser su enemigo, un zorro, precisamente el animal que Maquiavelo (El Príncipe, XVIII) nos presenta como el epítome de la astucia.
Berlin consideraba que la clave del pensamiento político de Maquiavelo, y de sus consecuencias para el futuro, estaba en que, al presentar una nueva moral independiente de la moral convencional, se quebraba la armonía con que solían concebirse el mundo y los saberes, como partícipes ambos de un orden universal, producto de la voluntad del Creador. Esa armonía universal era la que hacía posible que la política se rigiese por las mismas normas que la vida cotidiana, que solo hubiese una moral (y una religión) para señalar qué había que hacer en todos los casos. Rota esa unidad del mundo y del saber, el hombre vuelve a ser enemigo para sí mismo. Maquiavelo también sabía qué era tener enemigos: los Médici nunca se acabaron de fiar de él y llegaron a sospechar de su participación en conspiraciones contra su poder, por lo que lo arrestaron y torturaron. Pero fue precisamente a uno de ellos, a Lorenzo el Magnífico, a quien el autor del El Príncipe dedicó su obra. Si el florentino buscó la protección de sus poderosos y ricos enemigos, Saint-Exupéry dedicó su pequeño libro al escritor anarquista Léon Werth, a quien consideraba «el mejor amigo que tengo en el mundo», y que, a diferencia de Lorenzo el Magnífico, padecía hambre y frío. En el valor de la amistad más desinteresada radica la lección de El Principito, con el que, frente al arte del poder descrito por Maquiavelo, Saint-Exupéry redescubre el arte de tender lazos, como la única forma de restituir la perdida unidad del mundo, gracias a la cual incluso el astuto zorro puede convertirse en un amigo.
Imagen: https://es.wikipedia.org/wiki/Antoine_de_Saint-Exup%C3%A9ry#/media/Archivo:11exupery-inline1-500.jpg