Deontología

640px-King_Richard_IIIDesde que aparecieron los restos de Ricardo III hemos esperado con paciencia para saber qué aspecto tenía el último de los reyes de la Casa de York. Resulta que no tenía los rasgos con que lo pintó Shakespeare. Ahora contamos con un estudio forense que desmonta una de las manipulaciones  más duraderas, que ha fijado durante siglos una imagen deformada de un personaje histórico. Es una ilustración de uno de los problemas que tocó ayer Francesco Benigno, en el seminario que tuvimos en la Facultad, promovido por Bruno Pomara, y que contó con la participación, además de Benigno y de Pomara, de Rafael Benítez y Pablo Pérez. Cómo responder ante el desafío que al historiador le plantea el uso de la historia en tantos medios y por tantos  actores: escritores, guionistas, periodistas, políticos… De un intelectual comprometido como Benigno no podía esperarse otra respuesta: la participación. El historiador debe estar presente en los debates de su tiempo; no ha de rehuir la polémica con quienes utilizan o esgrimen la historia; pero en el cómo está la clave. La propuesta del profesor italiano es sencilla, pero contundente: la deontología. 20140401Profesordistingu2No puede estar más claro. El historiador ha de aportar su oficio y la ética de su oficio, es decir, el rigor, el respeto por el valor de los conceptos y de los contextos, la capacidad de situar cada cosa en su lugar en el tiempo, y de valorar desapasionadamente pero con vigor; y el respeto por la verdad, aun considerando los diversos puntos de vista, en un enfoque plural. La historia es un discurso verdadero (no sólo verosímil, como puede serlo una buena novela histórica) sobre el pasado, construido con honestidad en el uso de las fuentes y con profesionalidad en el empleo de los métodos. Desde ese compromiso ético con la verdad y con el trabajo hay que volver a la plaza pública, ganar un espacio de rigor, pero también de reflexión constructiva que nos permita entender nuestro mundo, pasado y presente. La ética como respuesta. Nada podía gustarme más.

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Las paces

Cartel 2014 CastHoy ha terminado el breve ciclo de conferencias «La Europa de las paces». Como coordinador, todavía estoy algo aturdido por todo lo hecho, aunque reconozco que el trabajo ha sido muy llevadero y he tenido muchas ayudas y complicidades. Todo ha salido a pedir de boca. Con algún contratiempo logístico, siempre los hay, cuya responsabilidad sólo se me puede achacar a mí. Pero me ha sorprendido el buen humor, excelente humor, con que conferenciantes y compañeros se lo han tomado. Con todo tan reciente, me cuesta hacer una valoración del contenido. He disfrutado escuchando las cuatro conferencias, y en todas he aprendido mucho. He disfrutado viendo el interés de los alumnos (no de todos, es cierto, los hay que van porque no tienen más remedio), y viendo que entre ellos había de los míos, de este año y de anteriores, de asignaturas que doy y de alguna que ya no existe. Y he disfrutado fuera del Salón de Actos, en otras actividades menos académicas, pero imprescindibles para seguir teniendo aprecio por esta profesión.

Estas conferencias refuerzan la impresión de que la única manera de avanzar en nuestro conocimiento del pasado es combinar perspectivas; no cerrarnos a historias con adjetivos, sino incluir todo lo posible en nuestro análisis, para dar respuestas matizadas y complejas, capaces de suscitar nuevas preguntas, de abrirnos los ojos a nuevos planteamientos. Preguntarnos por la paz y las paces en la Europa moderna nos ha llevado por muchos terrenos en sólo día y medio; es una prueba de la complejidad de las personas y de las sociedades; de los impulsos contradictorios, por los cuales, en la búsqueda de nuestros objetivos, se contrapesan virtudes y miserias, se articulan ideales e intereses, que a veces sólo se oponen en nuestra mirada desde nuestro tiempo. Reconocer esta dificultad es esencial para entender la historia. Y si este conocimiento nos proporciona comprensión de lo que promovía o perturbaba la paz, ¿no podría ese mismo tipo de conocimiento, complejo, problemático, matizado, favorecer la paz? ¿no es la difusión del saber, del saber genuino y en construcción, de la reflexión conjunta, una forma, en sí misma, de paz?

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Espejos de la política

Me plantea Cristian (amigo del blog y de buena parte de sus lectores), que, ante el desprestigio de los políticos, quién está capacitado para decirnos si son buenos para su función, o dicho de otro modo, qué criterios servirían para evaluar a los políticos, y quién nos los podría proporcionar. La cosa tiene enjundia, pues, ante tantos escándalos, nuestra capacidad de sorpresa está desbordada, y, como consecuencia, apenas reaccionamos, ni para opinar, más allá de la indignación, ni para exigir responsabilidades. Corruptos casi confesos o condenados se aferran a sus cargos y la exigencia rutinaria que algunos puedan hacer de dimisiones suena hueca, por lo inútil. Es más, nos hemos acostumbrado a oír que ciertos comportamientos podrán ser inmorales, pero son legales, lo que parece justificar lo injustificable. En estas circunstancias, nos faltan criterios aceptados por todos, que sirvan para separar a los buenos de los malos. Cristian me recordaba en su mensaje los espejos de príncipe, incluso al omnipresente Maquiavelo. Pero no voy a responder, sino a pediros respuestas, y que abramos un debate: ¿hace falta un moderno espejo de príncipes, un espejo de políticos? ¿Necesitamos criterios nuevos para juzgar la vida política, o basta con los viejos? ¿Es necesario revestir de moralidad la vida política, o sólo importa la eficacia? ¿Y cuando no hay ni moral ni eficacia?

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El triunfo del Estado

Durante este año, el Estado Moderno, y más aún la idea de Estado Moderno, ha sido, una vez más, uno de los grandes protagonistas. No somos capaces de sacudirnos la sentencia de Hegel, para quien todo lo que el hombre es lo debe al Estado. Hasta hoy mismo hemos celebrado a Maquiavelo (500 años de El Príncipe) como uno de los fundadores del Estado Moderno. Los nacionalismos siguen persiguiendo su Estado como la panacea. Incluso la Iglesia, aunque el Reino de Cristo no sea de este mundo, tiene su punto de mira puesto en el Estado. Por más que hace años viéramos decaer el Estado, y la idea de Estado, como forma política y como instrumento intelectual para entender su pasado más remoto (el de la Edad Moderna, que, paradójicamente, le había dado nombre), el Estado sigue vivo.

Si Maquiavelo le dio nombre, el Estado, así llamado, tendría ahora mismo medio milenio. Pero resulta que el concepto de “estado” (con minúscula) que nos presenta Maquiavelo no es el ente abstracto e impersonal que conocemos, sino una institución tradicional, patrimonial y personal. ¿Por qué si no distingue sólo dos grandes tipos de estado, “principado” y “república”? Porque se trata, respectivamente, del dominio (=señorío=estado) de uno, el príncipe, o de muchos, los ciudadanos. Pero seguimos celebrando el Estado, y su legendario nacimiento al alba de los Tiempos Modernos. Lo vimos en la tele, en no sé qué episodio de Isabel (serie que sigo, y, aunque unas veces más que otras, me gusta), en el que los ínclitos reyes manifestaban su proyecto de crear un Estado (les faltó decir “Moderno”).

La serie nos deja bien claras las relaciones entre la Monarquía de los Reyes Católicos y la Iglesia. No sería muy acertado hablar de “relaciones Iglesia-Estado”, pues una de las limitaciones del poder político hasta el siglo XIX, para constituirse en genuino “Estado” es su dependencia (o simbiosis) con respecto al poder religioso. Por eso, desde el verdadero nacimiento de nuestro Estado, cuando se libera de la Iglesia, ésta no ha dejado de tratar de imponerle su credo religioso y moral, y de influir en las leyes y en la política. En principio, nada que objetar: cualquier entidad legal tiene perfecto derecho a aspirar a que el Estado asuma su modo de ver la vida. Es más, en ningún caso el Estado debe dar la espalda a la sociedad. Pero la Iglesia, lejos de constituirse como sociedad o en la sociedad, lo hace contra la sociedad. Monseñor Rouco Valera, al quejarse de la “agobiante atmósfera intelectual y mediática” que nos envuelve, no entiende que la Iglesia forma parte del medio intelectual y mediático, que ella misma contribuye a crearlo. Pese al enorme esfuerzo de adaptación al mundo que supuso el Concilio Vaticano II, cada vez se asume menos dentro de la Iglesia la necesidad de integrarse en el mundo y dialogar con todos. Por eso prefiere acudir directamente al Estado para que, a su dictado, imponga su visión de las cosas.

El triunfo del Estado llega hasta la famosa pregunta del referéndum catalán. Los catalanes deben responder primero si quieren constituirse en Estado, y sólo en caso afirmativo, decir si éste ha de ser independiente. En lugar de un sencillo ¿quiere Vd. que Cataluña sea independiente?, se hace pasar al votante por el filtro del Estado. Dejando al margen lo que significaría un “Estado” no independiente (¿federado? ¿confederado? ¿asociado?), resulta que los catalanes han de ser, necesariamente, Estado, para ser independientes. No pueden optar por otra fórmula. Si de su derecho a decidir se trata, tal vez habría que dejarles escoger otras posibilidades: ¿por qué no ser un Imperio universal, una monarquía feudal, una república aristocrática o una horda? Se trata de formas no necesariamente estatales, pero perfectamente independientes. Pero la herencia de Hegel pesa demasiado, y asumimos que los hombres y mujeres, o los pueblos y naciones, sólo alcanzarán plenitud con un Estado.

No obstante, existimos desde antes del Estado. Hemos pensado otras formas políticas a lo largo de la historia, y podemos volver a hacerlo. Quizás hoy algunas nos resulten extravagantes. Pero sólo pensando en ellas, en las sociedades de otro tiempo y lugar, en el verdadero origen de la nuestra, y en lo que de ella queremos preservar a toda costa (nuestros derechos, nuestras libertades y los servicios que consideramos esenciales o sea, lo público, la esfera de lo público, del bien común y de las instituciones que deben garantizarlo), podremos percibir qué es y para qué sirve el Estado. Y sólo entonces nos servirá eficazmente.

Pensar en extravagancias es pensar diferente sobre nosotros mismos. Tal vez así se nos ocurran nuevas y buenas soluciones para los males de nuestro mundo. Es lo que sugiere António Manuel Hespanha, uno de los historiadores más influyentes de los últimos veinticinco años, en este vídeo en el que se presenta a sus alumnos. Sirva para expresar, a través de sus palabras, mis buenos deseos para todos en el año que está a punto de arrancar.

 

 

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Quinientos años con El Príncipe

Hoy, como recuerda Antonio Elorza, hace quinientos años que Maquiavelo anunció a un amigo que había escrito el tratado que le daría fama hasta nuestros días. Dice Elorza que su objetivo no fue justificar tiranías, sino describir la “verdad efectiva” de la política y el poder. No es menos cierto, sin embargo, que su gran aportación a las ideas políticas de los siglos de la Edad Moderna fue (aunque no la formulase con esas palabras) la idea de razón de estado, o, dicho de otro modo, la posibilidad de desvincular, en ciertos casos, la política de la moral. Es cierto que esa posibilidad se había materializado innumerables veces dese la Antigüedad, como explicó Friedrich Meinecke. Pero, a principios del siglo XVI, el análisis intelectual de la política se hacía en un marco «hipermoralizado». Maquiavelo, al presentar al príncipe sin su espejo (al escribir un libro sobre “El príncipe”, y no un “Espejo de príncipes”, como era entonces la moda), abrió el camino para estudiar el poder sin su apoyo moral. Es cierto que la inmensa mayoría de la reflexión política de la Edad Moderna siguió siendo profundamente moral y religiosa, pero la razón de estado, aun con disfraz confesional (la “cristiana razón de estado”), empezó a pesar en la reflexión.

Desde luego, Maquiavelo no es responsable de todas las consecuencias de desgajar la política de la moral, lo que sólo recomienda para casos muy concretos. Pero su obra cambió la manera de pensar la cosa. Con el tiempo, ese cambio llevaría a relegar la moral (como la religión) a la esfera privada. Hoy día oímos y vemos a menudo que comportamientos considerados moralmente inaceptables no tienen castigo legal, y, a veces, ni siquiera una reprobación pública. La ley y la moral están disociadas. Y, sin embargo, la ley debería ser expresión de nuestros valores compartidos. No hay duda de que tenemos una moral compartida por todos. Los Derechos Humanos, o los grandes principios que subyacen a las constituciones democráticas, son aceptados por casi todos. Pero eso no significa que tengan una traducción legislativa, que su vulneración conlleve una sanción, o que haya mecanismos que garanticen su cumplimiento. Existen el derecho el derecho a la libre circulación o a la vivienda digna, pero ni el uno ni el otro tienen valor normativo, ni vinculan políticamente. (Sólo un ejemplo: el actual gobierno de España desoye a la institución que su partido siempre ha considerado su inspiración moral, en un asunto relacionado con la libertad de circulación y migración). Está claro que no podemos someter a la moral de unos u otros, y mucho menos a una religión, nuestro ordenamiento legal o nuestra vida política. Pero mientras no seamos capaces de encontrar una fórmula que subordine leyes y gobiernos a los valores morales que todos compartimos, la peor cara del legado de Maquiavelo (que él, sin duda, condenaría) seguirá amargándonos la existencia.

(Esta entrada está dedicada a la memoria de Manuel Ardit).

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Pensar, escribir y publicar on line

Mantener algún tipo de control sobre lo que hacemos público es una quimera. No importa si lo publicamos de viva voz, en papel o en internet. Que una frase, una idea, una ocurrencia, se desvanezca o circule con vida propia, no depende de nuestra voluntad. He ahí una razón para que sea uno mismo quien dé la mayor publicidad a lo que desea hacer público, y, por el contrario, reserve con el mayor celo lo que guarda para su intimidad. Por eso hemos decidido publicar on line el libro que Manuel Lomas y yo editamos hace ahora un año. Hacerlo a través de la Red Columnaria (gracias al buen hacer de Ana Díaz Serrano) era la mejor opción, por el enorme alcance que tiene, y porque los numerosos investigadores que la integran tienen inquietudes parecidas a las mías. Pero también porque es una Red que invita a la lectura, a la reflexión en equipo, a la creación conjunta de un espacio siempre renovado, plural y global; un empeño que amplía constantemente las fronteras de la historia, al igual que las monarquías ibéricas ampliaban sus fronteras, según simboliza la misma Columnaria y el lema carolino plus oultre.

Hacer Oficiales reales más público que nunca, participa de la voluntad de seguir debatiendo sobre el Estado moderno desde los conceptos, las instituciones, las estructuras, pero sobre todo desde las personas. Visto a un año de distancia de su aparición impresa, el motivo que impulsó el libro sigue vivo: estudiar la Monarquía Hispánica a partir de los agentes que la construían y reconstruían, y de las ideas que les movían a ello, en la convicción de que la interacción de lo que aquéllos hacían con lo que, supuestamente, pensaban, proporciona uno de los campos más fértiles para la historia política. Con mayor motivo en la historia de una Monarquía que, pese a su heterogeneidad, no dejó de pensarse a sí misma, ya fuese en clave divinal, moral, militar, o imperial y mundial.

El mismo intento de compartir la reflexión sobre la historia política de la Edad Moderna me ha llevado a aprovechar otra plataforma virtual, en este caso la proporcionada por la Universitat de València, para difundir los apuntes de una de las asignaturas que imparto este año. Hasta ahora me resistía a colgarlos por cierto recelo a poner «demasiado fácil» el trabajo a los alumnos, porque parecía quitar incentivos para leer manuales o bibliografía adecuada, o por el riesgo de una difusión indebida. Pero nada de ello me convencía del todo, mientras subsistían las razones para hacerlo. Así que he decidido comprobar en la práctica si valía la pena. (Desde aquí se enlaza con el primer documento, que está vinculado a los demás).

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Biografías

No es la primera vez que la biografía resulta la parte más visible de la historia, y llama la atención de la prensa. En este caso, más que la falta de lectores de biografías en España (comparada con otros países), o la poca seriedad de las memorias de los políticos españoles (cosas, la verdad, poco sorprendentes), me resulta curioso que el género se identifique casi exclusivamente con la historia contemporánea y con la historia política; combinadas ambas, es lógico pensar en las memorias que, pretendidamente, nos revelan los entresijos del poder, la trastienda de los gobiernos. Pero esto no aporta gran cosa: al final no nos queda más que una perspectiva personal de acontecimientos de todos conocidos, cuando no un anecdotario.

Si pensamos en otras épocas, de las que nos han llegado pocas memorias y menos correspondencias privadas (filones característicos del biógrafo), tendremos que concebir otros enfoques y otro tipo de historias: por qué no una historia económica y social que, a partir de testimonios vividos, cuestione o matice las explicaciones de las grandes cifras, o, simplemente, proponga otra forma de ver el pasado, más pegado a su realidad material y humana; o una historia cultural e intelectual que tenga en cuenta las ambiciones, prejuicios, amistades, enemistades, obsesiones y fobias privadas de los protagonistas, y no sólo sus elevadas meditaciones y sus genialidades aisladas; y, por fin, una historia política que tenga en cuenta que quienes construyen las instituciones y los sistemas de poder, son personas con nombres y apellidos, y con ideas sobre la política, la moral, la religión y el derecho, en tensión permanente con sus intereses personales y corporativos. De esta manera, y para épocas más remotas que la transición o la inevitable Guerra Civil, podremos seguir respondiendo a las grandes preguntas de la historia, y pensar sobre el lugar de las personas, las estructuras, las ideas…

Ejemplos no faltan: no se entiende igual la primera mitad de la Guerra de los Treinta Años desde las historias generales que desde la impresionante biografía de Wallenstein escrita por Golo Mann. Y la visión que uno tiene de la América española (y de toda la Monarquía) queda irremediablemente trastocada por el orginalísimo planteamiento de John Leddy Phelan para explicar el reino de Quito a través de uno de los presidentes de su Audiencia en el siglo XVII. No diré que más modestas (Dios me libre de falsas modestias), pero sí mucho más breves, son mis aportaciones al problema, como el estudio de la vida de un militar de Carlos V para verificar la utilidad de una peculiar «cultura de la guerra»; la vida de un oficial de la Monarquía Hispánica, que ilumina el proceso de creación del entramado político-institucional de la misma; o, si no la vida, sí las circunstancias de la muerte de un campesino de La Marina, en 1592, como medio de aproximarnos a las relaciones, a ras de suelo, entre cristianos viejos y moriscos.

No sé si el «público lector» se interesa por todo esto; y no tiene por qué. Pero allí donde, más allá de modas, triunfa el género biográfico (en Francia o Gran Bretaña), es donde más se valora la investigación histórica seria. En la medida en que el biógrafo-no-historiador (periodista o escritor) tenga esto en cuenta, su trabajo será mucho más rico, y el lector disfrutará de historias más completas y matizadas; y en la medida en que el historiador-que-escribe-biografía tenga en cuenta que el lector quiere que le cuenten una vida, llegará a un público más amplio (y algún ejemplo de esto, incluso en España, ya hay). Lo que ya no veo posible es que nuestros políticos entiendan que, cuando escriben (o encargan) memorias, deben estar a la altura.

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Seguimos sin revolución

Seguimos preguntándonos por qué, con todo lo que vemos y nos pasa, no hay un “estallido social”. Pero la desgracia, la indignación, la pobreza incluso, no conducen a nada si no hay un camino, una meta, y una idea que perseguir. Lo acaba de decir Pérez Reverte en el programa de Jordi Évole, y, aunque no siempre estoy de acuerdo con él, esta vez sí, aunque sólo fuese porque lo escribí hace casi un año. Sin ideología no hay respuesta social ni política, no hay revolución, ni revuelta. Frente a las profundas convicciones espirituales y morales (políticas, por extensión) de la Edad Moderna, y a las grandes movilizaciones políticas y sociales de los siglos XIX y XX, el mayor logro de nuestro tiempo, de quienes controlan nuestros destinos, es la ausencia de ideología; el recorte más profundo a nuestra libertad es habernos privado de la capacidad de pensar, y, aunque no demos por buenas las patrañas que nos cuentan (“no hay más remedio”, “este gobierno hace lo que hay que hacer”, “es la única política posible”), nos cuesta imaginar alternativas. Hemos proscrito y desterrado de nuestra mente las utopías y sólo aspiramos a volver a ser como éramos, a tener lo que teníamos (coincido otra vez on Pérez Reverte). Pero lo peor es que lo que teníamos no era tan bueno, pues siempre dejaba a alguien al margen. Hoy son muchos más los que se quedan al margen, y seguimos sin darnos cuenta de que no es una cuestión de cantidad, de cifras, de balances. Mientras estemos dispuestos a que alguien se quede en la cuneta, no habremos aprendido nada, ni del presente ni del pasado.

Nos negamos a equiparar moral y política, porque la moral se ha convertido en algo privado. El diálogo resulta imposible entre quienes participan de distintas lógicas éticas. Lo acabamos de ver con la sentencia sobre la “doctrina Parot”: de un lado se está dispuesto a acatar una sentencia aunque se le achaque falta de justicia; y de otro se defiende el ordenamiento jurídico y el respeto a la jurisdicción de Estrasburgo, pero no se asume con valor el fundamento de la decisión. Y estamos hablando de principios constitucionales, a los que se les suponía un consenso. Mientras no nos pongamos de acuerdo acerca de nuestros valores fundamentales, y mientras esos valores no sean la base de leyes, de nuestros actos y de nuestro gobierno, nos faltará la cultura política necesaria para protestar, exigir y conseguir lo que queremos.

 

 

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Carreras

Detrás del final de las licenciaturas y de su reemplazo por los grados ha estado el afán por la excelencia y por la convergencia europea, metas que se veían complementarias; persiguiendo indicadores de calidad, las carreras se han planeado para satisfacer a esos dos ídolos. Inevitablemente, los criterios para acreditar y evaluar se vuelven homogéneos, y competencias y resultados, en la carrera del estudiante, y en la del profesor y el investigador, también. El cumplimiento de guías preestablecidas llena la vida de alumnos y profesores, con poco margen para improvisar, para (paradójicamente) innovar, para mantener una postura propia, y hasta para pensar. ¿Se trataba de esto? Y, sobre todo, ¿vale la pena? Como no lo sé, me limito a recordar que es posible vivir al margen de la fiscalización académica. Al menos esa imagen se nos ofrece de la socióloga neerlandesa Saskia Sassen. Claro, esto no está al alcance de todos, pero da que pensar.

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Tronos y novelas

En el último mes me han acompañado de día los libros de Michael Roberts sobre Suecia (The Early Vasas, Gustavus Adolphus, Essays in Swedish History…), y de noche los volúmenes II, III y IV de Canción de hielo y fuego. No es fácil decir quién me ha hecho disfrutar más, si Roberts, con sus reyes destronados, sabios consejos y asambleas vociferantes, o Martin, con sus caballeros, dragones, juramentos rotos  y consejeros intrigantes; y eso que uno me ha dado mucho trabajo y el otro ha llenado mi ocio. Esa dificultad para decidirme por uno u otro tiene que ver  con mi manía de comparar historias contadas por historiadores con novelas (de cualquier género) escritas por novelistas (por el momento, mantengamos los gremios separados). La ficción y la historia comparten el carácter de narración; sea cual sea el género, todos los trabajos de historia tienen un argumento que se desarrolla desde el planteamiento hasta el desenlace. Negarlo es tan peligroso como confundir historia y novela. A la inversa, nos complace pensar que las buenas novelas históricas y fantásticas tienen una sólida documentación; sabemos que G.R.R. Martin ha estudiado a fondo la Guerra de las Dos Rosas, y que Tolkien era un experto en sagas y leyendas antiguas y medievales; por no hablar de Robert Graves, Amin Maalouf, o, incluso, Pérez Reverte, que se refiere a menudo al trabajo de investigación que precede a la redacción de sus novelas. Pero insistimos en que para saber historia hay que leer los libros de historia escritos por historiadores. ¿Tiene entonces algo que aprender el historiador del novelista? Desde luego, a escribir y a contar: las técnicas de redacción, las formas narrativas y la creación de relatos han de ser familiares a quien se enfrenta a la investigación histórica, porque parte de las fuentes que maneja son, en sí, relatos, y porque el resultado de su trabajo también adoptará una u otra forma de narración. Hay más: la novela, no sólo la histórica o la fantástica, crea mundos imaginarios, y el historiador recrea mundos que ya no existen. La consistencia y verosimilitud que acompañan a las mejores novelas, del género que sean, no deberían faltar en ningún libro de historia.

Literatura e historia nos hablan de nosotros mismos. En mis momentos de mayor escepticismo, tiendo a pensar que la historia no es mucho más que una narración plausible, sustentada en fuentes, de hechos pasados que, contados hoy, ayuden a entender un problema pertinente; intentamos convencernos de que el historiador no inventa, pero entre la lectura de la fuente y la redacción de un texto, el trabajo de elaboración debe ser creativo, debe suplir (en parte con técnicas que queremos «científicas», pero también con otras que lo son menos) aquello que falta a los datos para convertirse en historia: enumerar, sumar, ponderar, clasificar, calcular etc., pero también narrar, describir, evocar… Todo ello, respondiendo a un problema sobre el que, hoy día, nos importe pensar. Hay mucho de rutina y oficio, pero la imaginación y la audacia desempeñan su papel. Hemos hablado muchas veces, en clase y fuera de ella, de que el historiador no puede saberlo todo, no puede tener en su cabeza toda la información; la vieja función del historiador como el gran recopilador de datos quedó superada en el siglo XX por la misión de aplicar las técnicas y objetivos de las ciencias sociales al pasado. No sé si el historiador ha de ser el «científico social», el economista, sociólogo, politólogo… del pasado; prefiero pensar que lo que define su oficio es la capacidad de trabajar a partir de los enfoques de esas disciplinas, y de darles una forma narrativa; de proponer historias reales que satisfagan nuestras inquietudes intelectuales y (¿por qué no?) literarias.

 

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