Los días 11 y 12 de noviembre se celebraron en Lovaina las Jornadas Confisquer et restituer dans la Monarchie des Habsbourg (XVIe-XVIIe siècles). Como habían propuesto los organizadores, Yves Junot (Université de Valenciennes) y Violet Soen (KU Leuven), se trataba de aproximarnos al entendimiento de «la economía religiosa y política del ejercicio de la soberanía principesca, entre castigo y gracia, entre exilio y reconciliación». Fue una magnífica ocasión para debatir, con un grupo de historiadores principalmente franceses, belgas y españoles, las formas del castigo y del perdón, en torno a la omnipresente pena de la confiscación, ligada, en la justicia del Antiguo Régimen, a crímenes graves, especialmente a la rebelión, la traición y la lesa majestad.
A lo largo del coloquio quedó clara la frecuencia con que la Corona aplicaba la pena de confiscación, sobre todo en el castigo de las grandes revueltas, como las Comunidades, la Germanía, las Guerras Civiles del Perú o la Rebelión de los Países Bajos. Aunque el afán recaudatorio pudiera impulsar a la Corona, los problemas que acarreaba a los oficiales reales la gestión de los bienes confiscados no apuntan sólo hacia ese fin. Pero tampoco a la mera justicia, pues las confiscaciones ofrecían la posibilidad de castigar selectivamente, en función no sólo del grado de culpa de la víctima, sino también de su condición y de su patrimonio; y, además, las confiscaciones reforzaban la capacidad redistribuidora de la Corona. Todo ello daba un tono marcadamente político a esta modalidad penal.
En las contribuciones a las jornadas estuvieron implícitos dos conceptos tan fundamentales como esquivos para entender el poder de las monarquías de la Edad Moderna: la gracia y el fisco. Con una clara inspiración religiosa, la gracia regia permitía, por un lado, que el rey perdonase allí donde la ley castigaba, y, por otro lado, que recompensase a quien bien le pareciese. Una capacidad aparentemente arbitraria, como correspondería a un poder absoluto. Pero no por ello dejaban de pesar sobre su ejercicio consideraciones de moral y de proporcionalidad, y también de oportunidad. Comprender el funcionamiento de la gracia, tanto de sus normas y valores permanentes, como de sus condicionantes coyunturales, políticos, tiene una obvia trascendencia para captar las claves de los mecanismos del poder regio.
Así, aunque la confiscación pueda sugerirnos un proceso de «estatalización» de bienes particulares (applicatio ad fiscum, vel quasi cum fisco associatio, según dice Sebastiano Guazzino en su Tractatus de confiscatione bonorum, p. 2), dado el carácter «público» del fisco (bursa publica, como lo define el mismo autor), el peso de la gracia y de la justicia distributiva en la gestión de los bienes confiscados cuestiona la aplicación de lo que hoy entendemos por «estatal» y «público» a este ejercicio del poder principesco. Principios y procedimientos patrimoniales y de patronazgo (con sus correspondientes cargas morales) inundaban el gobierno de la penalidad fiscal en el Antiguo Régimen, imponiendo una lógica bien distinta a la nuestra para explicar las actuaciones de los reyes.
Por eso puede discutirse la calificación que se hace hoy día, en nuestro país, de determinadas propuestas fiscales como «sistema impositivo confiscatorio» (al tiempo que se califican de «inquisitoriales» algunas medidas propuestas contra la corrupción). Desprovista de su consideración penal y, más aún, de castigo político, la confiscación pierde su relieve. Precisamente, como quedó de manifiesto en las jornadas, la pérdida del patrimonio incapacitaba políticamente, lo que no sólo afectaba al individuo culpable sino a la familia. Por eso la confiscación desapareció como pena en el siglo XIX, cuando el naciente Estado liberal aplicaba criterios de división de poderes, que tendían a separar lo judicial de lo político.
Es más, en no pocos casos la confiscación era la otra cara de la pena capital, que, aunque más morosa a la hora de desaparecer de los códigos penales, fue perdiendo, desde la Revolución Francesa, sus componentes simbólicos y espectaculares emparentados con la estructura política del Antiguo Régimen (aun para revestirse de otros, en consonancia con el nuevo Estado, como demostró Daniel Arasse, y, con perspectiva distinta, Paul Friedland). La dureza de las condenas y la crueldad de las ejecuciones ocupaban un extremo de la panoplia represiva frente a rebeliones y traiciones; al otro extremo se encontraba el perdón, más o menos magnánimo, a veces genuinamente gracioso, y otras (muchas) veces facilitado por una «composición» en dinero. Entre ambos extremos se dibujaba toda la economía represiva de la Corona, de la que se servía para neutralizar a sus enemigos y reconstruir sus apoyos durante o después de convulsiones como las revueltas comunera, agermanada o flamenca. Frente a este panorama, podemos preguntarnos si es riguroso agitar los fantasmas de las confiscaciones o de la Inquisición para descalificar programas políticos que, hasta la fecha, no se han planteado resucitar el mundo político del Antiguo Régimen.