El rey

Es inevitable que la abdicación de Juan Carlos I tenga consecuencias constitucionales. Es lógico que el debate sobre la continuidad de la monarquía, abierto hace tiempo, se redoble ahora. La renuncia del rey cuestiona ciertos fundamentos de la Corona, de cuya constitucionalidad puede dudarse, pero que están implícitos desde la restauración de 1975: la gracia de Dios y el caracter hereditario. Es decir, la naturaleza sagrada, perpetua y casi providencial de la Corona. Aunque Juan Carlos fue proclamado rey por las Cortes Generales, al deber su establecimiento al «caudillo de España por la gracia de Dios», y al restaurarse los derechos históricos de la Casa de Borbón, incluido el carácter irrevocablemente hereditario de la Corona (simbolizado con la presencia de Felipe, de sólo siete años, en la proclamación) se recuperaban esos antiguos significados; y aunque algunos no los recogió la simbología (las monedas, ya desde 1975, adoptan una leyenda simple que elude la gracia de Dios, a diferencia de las monedas de Franco o de las de la reina de Inglaterra), otros quedaron acogidos en la constitución (la consideración de dinastía histórica y el orden histórico de sucesión: art. 57. 1 y 2).Articulo0001494
Al asumir el rey estos principios, se identificaba con el compromiso tradicional de la realeza, cuyos titulares lo eran de por vida, en ejercicio de un ministerio casi sacramental. A ello se unió el refuerzo carismático del 23 F, que sellaba la unión entre monarquía y democracia parlamentaria. Es comprensible, pues, que hasta hace unos meses, el rey no contemplara la posibilidad de abdicar. Pero esa amalgama de constitucionalismo moderno y tradicionalismo quedó rota con la famosa cacería de Botswana, y no precisamente por culpa del rey. La culpa del rey no tiene sentido en un Estado que proclama la no sujeción a responsabilidad de la persona regia y que establece la necesidad de refrendo para sus actos (CE art. 56. 3). Como dice el viejo aforismo inglés: The king can do no wrong. Y si el rey no se puede equivocar, es el ministro que refrenda sus actos el que debe asumir la responsabilidad de los errores. Como el gobierno en pleno, con Rajoy a la cabeza, escondieron la cabeza bajo tierra, fue Juan Carlos I, en un gesto sobre cuyo carácter insólito nunca se insistirá lo bastante, quien tuvo que pedir perdón. Desde ese momento, la suerte del rey Juan Carlos estaba echada, y no sólo por el desprestigio público, agrandado por el escándalo de su yerno, sino por la espantada del gobierno y de su presidente, que quebraba de hecho el principio de irresponsabilidad del titular de la Corona.
A la luz de aquello cobra otro sentido la abdicación de Juan Carlos I, perdido su carisma y debilitada su posición institucional. Por eso el futuro de la monarquía en España es más incierto. Abdicaciones ha habido en la historia de España: dejando aparte las de Bayona, las abdicaciones fueron menos problemáticas cuando los fundamentos sagrados y dinásticos de la Corona estaban más claros, si bien no dejaron de plantear problemas constitucionales (en los casos de Carlos V y Felipe V). los-principes-de-asturias-posaron-de-lo-mas-sonrientes-ante-la-prensaCuando esos principios eran discutidos (Isabel II, Amadeo I, Alfonso XIII), renuncias, exilios y abdicaciones estuvieron ligados a cambios de régimen. El no abdicar, la aspiración a morir en el trono, que parece haber sido el norte de Juan Carlos I, era un resto de sacralidad, un deber trascendente. Dejar definitivamente de lado esos valores tradicionales, contribuye, sin duda, a la modernización de la monarquía. Veremos si la monarquía sobrevivirá a su modernización.

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