Biografías

No es la primera vez que la biografía resulta la parte más visible de la historia, y llama la atención de la prensa. En este caso, más que la falta de lectores de biografías en España (comparada con otros países), o la poca seriedad de las memorias de los políticos españoles (cosas, la verdad, poco sorprendentes), me resulta curioso que el género se identifique casi exclusivamente con la historia contemporánea y con la historia política; combinadas ambas, es lógico pensar en las memorias que, pretendidamente, nos revelan los entresijos del poder, la trastienda de los gobiernos. Pero esto no aporta gran cosa: al final no nos queda más que una perspectiva personal de acontecimientos de todos conocidos, cuando no un anecdotario.

Si pensamos en otras épocas, de las que nos han llegado pocas memorias y menos correspondencias privadas (filones característicos del biógrafo), tendremos que concebir otros enfoques y otro tipo de historias: por qué no una historia económica y social que, a partir de testimonios vividos, cuestione o matice las explicaciones de las grandes cifras, o, simplemente, proponga otra forma de ver el pasado, más pegado a su realidad material y humana; o una historia cultural e intelectual que tenga en cuenta las ambiciones, prejuicios, amistades, enemistades, obsesiones y fobias privadas de los protagonistas, y no sólo sus elevadas meditaciones y sus genialidades aisladas; y, por fin, una historia política que tenga en cuenta que quienes construyen las instituciones y los sistemas de poder, son personas con nombres y apellidos, y con ideas sobre la política, la moral, la religión y el derecho, en tensión permanente con sus intereses personales y corporativos. De esta manera, y para épocas más remotas que la transición o la inevitable Guerra Civil, podremos seguir respondiendo a las grandes preguntas de la historia, y pensar sobre el lugar de las personas, las estructuras, las ideas…

Ejemplos no faltan: no se entiende igual la primera mitad de la Guerra de los Treinta Años desde las historias generales que desde la impresionante biografía de Wallenstein escrita por Golo Mann. Y la visión que uno tiene de la América española (y de toda la Monarquía) queda irremediablemente trastocada por el orginalísimo planteamiento de John Leddy Phelan para explicar el reino de Quito a través de uno de los presidentes de su Audiencia en el siglo XVII. No diré que más modestas (Dios me libre de falsas modestias), pero sí mucho más breves, son mis aportaciones al problema, como el estudio de la vida de un militar de Carlos V para verificar la utilidad de una peculiar «cultura de la guerra»; la vida de un oficial de la Monarquía Hispánica, que ilumina el proceso de creación del entramado político-institucional de la misma; o, si no la vida, sí las circunstancias de la muerte de un campesino de La Marina, en 1592, como medio de aproximarnos a las relaciones, a ras de suelo, entre cristianos viejos y moriscos.

No sé si el «público lector» se interesa por todo esto; y no tiene por qué. Pero allí donde, más allá de modas, triunfa el género biográfico (en Francia o Gran Bretaña), es donde más se valora la investigación histórica seria. En la medida en que el biógrafo-no-historiador (periodista o escritor) tenga esto en cuenta, su trabajo será mucho más rico, y el lector disfrutará de historias más completas y matizadas; y en la medida en que el historiador-que-escribe-biografía tenga en cuenta que el lector quiere que le cuenten una vida, llegará a un público más amplio (y algún ejemplo de esto, incluso en España, ya hay). Lo que ya no veo posible es que nuestros políticos entiendan que, cuando escriben (o encargan) memorias, deben estar a la altura.

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